domingo, 24 de julio de 2016

LA BANALIDAD DE LO CONTINUO



El cuerpo: lugar de caída posible en lo continuo para Bataille; ni objeto ni sujeto (ni cosa ni conciencia frente a un mundo de cosas) para la fenomenología de Merleau-Ponty; objeto de control para la biopolítica, constante en los trabajos que retoman el legado foucaultiano… El cuerpo como polémico tema del pensar filosófico actual es lo que trae a debate en este artículo el filósofo y sociólogo José Duarte Penayo en exclusiva desde París para los lectores del Suplemento Cultural. 






La banalidad de lo continuo

LA SEPARACIÓN COMO PUNTO DE PARTIDA
En el comienzo: la evidencia de nuestra situación discontinua. Nacemos y morimos solos. En el medio, una vida donde el malentendido y el desencuentro ordenan como pueden la existencia. Si en el plano del pensamiento el argumento solipsista puede ser superado (el yo puede dejar de ser la sede única de la certeza, podemos encontrarnos en verdades que nos trascienden, abrazarnos en la fraternidad de lo universal), en el plano de la existencia habría, por el contrario, un «solipsismo vivido» insuperable, un sentir diferente, una apreciación otra de lo mismo, en última instancia intransferible, de lo que acontece. Cualquier imagen alternativa a estas puntualizaciones no podría ser sino nostalgia de algún paraíso perdido, deseo de alguna unidad primitiva, amor por lo indistinto. En este sentido, dice Georges Bataille, en su libro El erotismo, «cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro ser hay un abismo, hay una discontinuidad».
Estamos separados no solo de los demás, sino desprendidos de cualquier terreno de pertenencia, de algún suelo común capaz de contenernos. Entre lo que sostiene mi existencia y lo que sostiene otra distinta a la mía hay un abismo, un desnivel vertiginoso. Y, sin embargo, persiste un deseo de trascender la discontinuidad, una aspiración de lo continuo. Para Bataille y muchos otros pensadores con grandes «parecidos de familia», será la situación límite de la transgresión la única vía de acceso a ese resto de «absoluto» que persigue el deseo. La continuidad que liga, el hilo conductor que sostiene, en suma la noción de un lazo fundamental, requeriría el paso de un estado «normal» a uno de «excepción». La comunicación del cuerpo consigo mismo, con otros cuerpos y, fundamentalmente, con esa Tierra que no se mueve (Husserl dixit) solo sería posible en el instante de una interrupción, en la intensidad que nos devuelve lo siempre ya perdido. Para el autor de El erotismo, en la sexualidad se juega una experiencia de este tipo, pero también en el arte o en el sacrificio. En el primer caso aludido, el individuo rompe su blindaje egológico, sus flujos abandonan los límites imaginarios del cuerpo, conectan con la porosidad de otros cuerpos en una comunión salvaje. La continuidad perdida irrumpe como instante de goce que anticipa la muerte.
LA COTIDIANEIDAD ALUCINADA
Otra es la perspectiva de Merleau-Ponty, pensador bisagra entre los restos del existencialismo francés y el advenimiento de la pasión por las estructuras. Se recuerda generalmente en su haber una «filosofía del cuerpo» que buscó relativizar los derechos de la conciencia reflexiva, esa instancia de «sobrevuelo», como le gustaba señalar críticamente. Si bien esta apreciación puede ser correcta respecto de sus primeros trabajos (especialmente en lo que refiere a su obra más conocida, Fenomenología de la percepción), su noción de cuerpo va adquiriendo posteriormente un alcance ontológico. El cuerpo ya no es pensado como el verdadero sujeto de una existencia proyectada en el mundo, sino más bien como un lugar de anonimato, de generalidad íntima, articulada. Luego de su giro ontológico, Merleau-Ponty va más allá del dualismo inicial entre cuerpo objetivo/cuerpo vivido. Ya no se trata solo de criticar la imagen mecanicista del cuerpo, grata al behaviorismo, de contraponer a la misma una descripción existencial, haciendo énfasis en las relaciones prácticas que mantiene el cuerpo con un mundo cultural y humano. En las notas de trabajo de su obra inacabada, Lo visible y lo invisible, el autor reconoce como ingenuo el gesto de atribuir al cuerpo todo lo que la ontología cartesiana atribuía al cogito. Es necesario entonces romper con el subjetivismo inicial. El cuerpo deja, por lo tanto, de ser una noción que alude a un organismo puramente individual y pasa a designar una sensibilidad difusa. Se dice ya no solamente del organismo, sino del ser. Su posibilidad presupone un elemento que opera como puente imperceptible entre los entes, como lazo atmosférico, como posibilidad de juntura.
En relación a esto último, Merleau-Ponty habla en varios lugares de una «universalidad del sentir» para pensar la preeminencia no de lo discontinuo, como Bataille, sino de un terreno de inscripción, de pertenencia, inmensamente abierto y participable. Horizonte, Carne, Tierra, Mundo-percibido, Ser son algunos de los nombres de ese elemento que debe ser presupuesto para que algo se revele en su ocultamiento, para que algo se oculte en su aparecer. En este contexto, el cuerpo individual es pensado no como aquello que separa, particulariza y decreta un aislamiento entre quienes habitan el mundo, sino, por el contrario, como un «sistema de equivalencias no-convencional», capaz de operar una permanente traducción entre los elementos sensibles del mundo respecto del propio. Por definición, los sentidos tienen una estructura sinestésica, comunican entre sí sin pasar por ninguna mediación reflexiva: la percepción visual de una fruta contiene en ella el sabor ácido de su pulpa.
Para experimentar la continuidad, no es preciso entonces ninguna experiencia límite, ninguna excepcionalidad que una, fugazmente, lo separado. No hay una diferencia de principio entre la normalidad y la excepción. Entre la «experiencia normal» y la «experiencia límite» no hay un corte, hay un continuum de intensidades variables que se envuelven, que se afectan a distancia. No hay dos conceptos de experiencia, uno reservado a lo instituido y otro a lo instituyente, sino una dehiscencia del uno en el otro. Si esto puede ser llamado «monismo de la experiencia», es necesario aclarar que la experiencia no remite, para el pensador francés, a lo indiferenciado sino a la articulación de un campo provisto de múltiples entradas.
Así, es el mundo de la vida, el mundo ambiente de la cotidianeidad práctica y sus preocupaciones corrientes, el que tiene una estructura «alucinada» por la cual lo otro nunca es del todo «ajeno» a lo mismo (entre ipseidad y alteridad no hay relación de trascendencia, sino de implicación, de invasión, de asedio, de promiscuidad). La continuidad, más que emblema de un goce imposible, es del orden de una banalidad que interroga nuestro ser más (im)propio. La intimidad es tierra de nadie. He ahí el «inmoralismo» de Merleau-Ponty, criticado tempranamente por Levinas, en su ensayo Hors sujet, por no dar lugar a una filosofía del Otro como absolutamente otro.
DIGRESIÓN FINAL SOBRE EL CUERPO
El cuerpo fraccionado de la biopolítica, construido por discursos, prácticas, tecnologías varias. Blanco de todo tipo de control respecto de su visibilidad, de sus condiciones de circulación y existencia. Esa forma de describir al cuerpo, omnipresente en los trabajos que retoman el legado foucaultiano, ¿no da cuenta de una complicidad oculta con las coordenadas fundamentales de la ontología cartesiana? En oposición a la conciencia como sede de la libertad y del sentido, la tematización del cuerpo como material inexpresivo del poder, ¿no termina ratificando una caracterización del cuerpo como res extensa, disponible, divisible, carente de toda potencialidad propia? Los planteos que hacen del cuerpo un mero efecto del poder, un «constructo» arbitrario, ajeno a sus propias posibilidades, ¿asumen estar tomando como punto de partida una imagen una idealizada del cuerpo, comprometida enteramente con las posiciones substancialistas que buscan criticar? ¿Es el biopoder el relevo metafísico de la vieja noción de alma?
No se trata de negar la pertinencia de una perspectiva que otorga centralidad a los mecanismos discursivos de subjetivación; tampoco se trata de pasar por alto la relación existente entre cuerpo y poder. Se busca, en realidad, cuestionar el carácter primario de los mismos. De la misma manera en que la ciencia experimental no agota el sentido de la experiencia, sino que ofrece una imagen derivada de la misma, acotada a determinados objetivos, exigiendo además un contexto particular, superespecífico, para el desarrollo de sus procedimientos (el laboratorio no explica el mundo-de-la-vida, sino que lo presupone como su condición de posibilidad), del mismo modo toda «configuración» del cuerpo por parte de los mecanismos del poder, todo emplazamiento discursivo del mismo, presupone como condición de su operaciones un terreno de inscripción sensible, un suelo diferenciado de pertenencia. Para Merleau-Ponty, hacia el final de su vida, hay una preeminencia tal de lo ontológico, que no hay política, en todos sus acepciones posibles, sin un Mundo correctamente caracterizado.
En el mismo sentido, la función simbólica del lenguaje, no comienza con determinados enunciados formales, no se inicia con un léxico ni una sintaxis explícitos. Por el contrario, se busca hacer lugar a un estatuto más fundamental de la palabra (parole parlante). Que es pensada siempre como un relevo, una continuación (reprise), puesto que se precede a sí misma en la profundidad de lo sensible, en el silencio articulado que liga a los entes del mundo. El pasaje de la relación silenciosa con el mundo hacia la dimensión que habilita la palabra no es jamás el resultado de una simple proyección psicológica, no es pensable como la simple exteriorización de nuestra interioridad. Si tal fuera el caso, el mundo no sería un catálogo de etiquetas conferidas por el capricho injustificado de un sujeto absoluto. Es a la posibilidad de un tal nominalismo, reductor del sentido al instante de una concesión, olvidando su dimensión temporal de comienzo y reanudación de lo sedimentado, que se opone el pensamiento inacabado de Merleau-Ponty.




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