jueves, 29 de diciembre de 2016

NAVIDAD NEWTON


La antigua casa de labranza o granja –dos posibles traducciones del término inglés «farmstead»– de Woolsthorpe Manor, en el pueblo de Woolsthorpe-by-Colsterworth, en Lincolshire, fue el hogar natal de un científico que marcó el rumbo de la historia moderna. Muerto su padre pocos meses antes de que él naciera, y casada su madre en segundas nupcias cuando tenía tres años, el pequeño Isaac Newton se quedó solo con su abuela en la casa vacía, lo que, según suele decirse, impulsó su afición por leer y pensar.

NAVIDAD NEWTON

Woolthorpe Manor

A los trece años fue enviado a una escuela cuyo director, impresionado por la inteligencia del jovenzuelo, se empeñó en hacer todo lo que estuviera a su alcance para que fuese a Cambridge; en efecto, Newton fue aceptado en el Trinity College, al que llegó en junio de 1661.
Cambridge no lo satisfacía; aún se enseñaban en sus aulas los postulados aristotélicos. Sí disfrutó del estudio de las matemáticas con el primer profesor de la cátedra Lucasiana, Isaac Barrow, que lo paseó por todas ellas, desde las clásicas de Euclides hasta las modernas de Descartes.

Isaac Barrow

Sin embargo, a Newton también le interesaban los misterios de la voluntad, del color, de la memoria. Hizo experimentos para descubrir la incidencia de la voluntad en la visión. Una vez, miró fijamente al sol por horas, tras lo cual tuvo que, temporalmente ciego, guardar cama medio mes. En más feliz ocasión le reveló un prisma, descomponiendo un haz de luz blanca en los colores del arco iris, que la luz está hecha de los colores del Spectrum. Pink Floyd recordará esto en la tapa de Dark Side of the Moon.

Pink Floyd

Cuando la peste asolaba Cambridge, entre 1664 y 1666, Newton volvió por un tiempo a Woolthorpe Manor. Ahí desarrolló el cálculo integral, que llamó «de fluxiones» y que permite sumar magnitudes variables infinitamente pequeñas; en octubre de 1666, el joven Isaac publicó un tratado al respecto que reunía sus más recientes hallazgos: era ya, a los 24 años, un gigante de las matemáticas.
Su carrera académica fue meteórica. Para 1668, era Master of Arts y fellow del College, y en 1670 tenía la cátedra Lucasiana pues, deslumbrado por el joven fellow, Isaac Barrow dimitió a fin de que la ocupara, lo que le interesaba más que ocuparla él mismo. El noble Barrow, además, envió trabajos de Newton a círculos científicos de Londres y a la entonces recién establecida Royal Society. La teoría de la luz al comienzo fue recibida en esos círculos con hostilidad, por cierto, a causa de su mezcla de matemáticas y de observación, mezcla que, unida a la seguridad demostrada en las explicaciones, fue visto como arrogancia del joven autor.

Mercadotecnia newtoniana

Entre 1675 y 1685, la correspondencia de Newton con otros científicos fue especialmente intensa. A instancias de Robert Hooke, de la Royal Society, Newton empezó a pensar acerca de la causa del movimiento de los planetas en torno al Sol. La teoría más aceptada era la sugerida por Descartes: vórtices o remolinos del éter que rodea al Sol que empujan a los planetas en sus movimientos orbitales. Los cometas van en línea recta al Sol, pero su trayectoria se desvía, lo rodean y se alejan de él también en línea recta. ¿Por qué no caen en el Sol? Newton intuyó que el movimiento de los planetas y los cometas no era muy distinto. Ambos eran atraídos en línea recta por el Sol, pero su velocidad tangente a esa atracción los mantenía en órbitas elípticas. Sin esa fuerza de atracción en línea recta al Sol, los planetas saldrían disparados por su tangente, como cuando hacemos girar una piedra y soltamos la cuerda.
Con el cometa de 1680, astrónomos como John Flamsteed y Edmund Halley retomaron las especulaciones sobre la acción del Sol en los planetas. Pese a la condena sufrida por Galileo, el modelo heliocéntrico había ido imponiéndose sobre el geocéntrico. Mas por qué los planetas orbitaban en torno al Sol seguía siendo algo que los vórtices cartesianos solo resolvían en parte y para lo que muchos estaban buscando otras explicaciones, entre las que se barajaba la posibilidad de que el Sol ejerciera una fuerza central inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Gracias al cálculo integral, Newton probó que, con una fuerza así, las órbitas planetarias serían elípticas, como Kepler había dicho. Su atracción sobre los planetas no era una mágica propiedad del Sol: Newton propuso que su causa era la masa de los cuerpos y que, por ende, esa atracción se daba entre todos los astros: era la gravitación universal. Los cuerpos se atraen con una fuerza proporcional a sus masas y al cuadrado de la distancia que los separa. Por la gravitación universal giran los planetas en órbitas elípticas en torno al Sol, por la gravitación universal gira la luna en torno a la tierra, por la gravitación universal la piedra cae al piso.

Halley y Newton (Cosmos)

En julio de 1687 Newton puso juntas todas esas ideas en los titánicos Principios Matemáticos de Filosofía Natural, es decir, los Philosophiæ naturalis principia mathematica, o, para los amigos, «los Principia», a secas, uno de los libros más influyentes de la historia de la ciencia. Pese a ello, Newton no vivía precisamente acosado por los paparazzi en Cambridge. Salía poco de su habitación, y, cuando salía, a menudo una idea inesperada e inspirada lo llevaba a correr de regreso a su mesa de trabajo. Sus clases eran tan aburridas que nadie iba a ellas, así que las dejaba, escritas, en la biblioteca, para no tener que hablar en un aula vacía. Pero, a pesar de todo eso, con los Principia ya no podía pasar desapercibido. En 1687 aceptó ser miembro del Parlamento a título de representante de la universidad; como tal, apoyó muy activamente la ley de libertad religiosa; no logró, pese a su ahínco, que tal libertad se extendiera a católicos y antitrinitarios, con lo que, como él era lo segundo, tuvo que seguir manteniendo ocultas sus creencias.
La discreta etapa de Cambridge terminó en 1696, cuando Newton aceptó ser director del Mint, la casa de la moneda de Inglaterra. En ese punto comenzó a experimentar un giro radical en su vida: en Londres fue muy distinta de lo que había sido en Cambridge. Fue nombrado Sir, y luego, en 1703, presidente de la Royal Society, puesto con el cual su genio se impuso sin pausa ni prisa y lo situó finalmente en la mente de todos como lo que en verdad era: el científico británico más brillante de su momento y tal vez el mayor de su siglo.

Manuscrito de Newton (Cambridge)

La Royal Society de Londres había sido fundada en 1660 por el rey Carlos II, a partir de ciertas reuniones informales, y a veces secretas, de algunos académicos de Oxford y de Londres. La idea de formar una asociación para poder debatir independientemente había sido adelantada ya por Francis Bacon cuando gente como Robert Boyle, Christopher Wren o Robert Hooke empezaron a reunirse: Boyle llamó a esta la Sociedad Invisible. La idea era tener reuniones independientes del poder religioso y del poder político. Cuando Carlos II decidió ponerla bajo el patrocinio de la corona, se comprometió a respetar esa independencia y preservarla. El lema de la Royal Society era «Nullius in Verba», pues nada sería aceptado como cierto meramente por ser afirmado, sino solo si era demostrado con hechos o con razonamientos.

Escudo de la Royal Society

No es seguro que el rigor y la transparencia anhelados se lograran en todos los desafíos que la Royal Society atravesó en su historia. Un episodio que despierta todavía sospechas de venalidad es la controversia sobre la prioridad del desarrollo del cálculo integral y diferencial con el gran Leibniz, que, afirmando que lo había descubierto antes que Newton, reclamó, en consecuencia, una rectificación pública de parte de su colega. La Royal Society convocó a un comité de expertos para que resolvieran el caso. Y fue entonces cuando la Royal Society, presidida en ese momento por el mismo sir Isaac, declaró oficial y solemnemente la prioridad de Newton en el desarrollo del cálculo integral.

Controversia Leibniz-Newton

La noche del 20 de marzo de 1727, tras varios meses de cólicos nefríticos, Isaac Newton murió en su casa de Kensington, en Londres. Fue enterrado con honores en la Abadía de Westminster, y en su tumba hay símbolos matemáticos, astronómicos y científicos, mezcla tan rica como su pensamiento, e igualmente difícil de encajar, por su complejidad, en los cómodos esquemas cientificistas –no científicos– que oponen tantos saberes presentados como mutuamente excluyentes.
Conviene recordar aquí que, hacia 1690, sir Isaac había retomado con ímpetu sus trabajos teológicos, movido por el afán de demostrar la falsedad del dogma trinitario. Para la visión popular y masiva que la inmensa mayoría de la gente tiene de la ciencia, debe ser algo desconcertante que un científico como Newton fuese creyente, y que se dedicase a la teología con tanta pasión y con tanto rigor como a la física.
Pero para sir Isaac Newton, que era extraordinariamente racional y extraordinariamente religioso, la fecha de su nacimiento, el día de Navidad de 1642, era una señal de que Dios esperaba de él que revelase a los hombres los secretos del mundo físico.
Aunque en nuestro calendario (hoy, el gregoriano) su cumpleaños es en realidad el 4 de enero (lo que pasa es que, en ese tiempo, regía el calendario juliano), siempre nos divierte mucho ver cómo miles de personas comienzan, una tras otra, todos los años, puntualmente y sin excepción, a felicitarse por el cumpleaños de Newton el día de Navidad, creyendo ingenuamente que en ello hay una especie de desafío a la religión en tanto opuesta a la ciencia. Créanme, no lo hay.

Navidad Newton
















El 4 de enero es el aniversario del nacimiento del gran físico, matemático y teólogo sir Isaac Newton. Sin embargo, por una especie de rito popular, la mayoría de la gente lo recuerda el 25 de diciembre, fecha correspondiente al entonces imperante calendario juliano. También lo saludaremos, por ende, en este mes:

NAVIDAD NEWTON.


Yo











lunes, 21 de noviembre de 2016

LA TEXTURA DE LOS SUEÑOS



















Pokémon Go es la puerta masiva a la realidad aumentada, que a su vez es una mutación histórica que afectará a la experiencia del cuerpo y del espacio, a la percepción del tiempo y a las formas de la sensibilidad, al modo de procesar información y de pensar y al ejercicio de la inteligencia, al tipo de emociones compartidas y al modo de compartirlas y comunicarlas, a la experiencia de la reunión y a la idea misma de comunidad. Genera un inmediato vacío teórico, lo que supone un desafío alucinante y difícil (es decir, estupendo) para el pensamiento filosófico e histórico, y que es un hito poderoso, que será fecundo en cambios. Un diálogo antiplatónico, o como entrar en el plano de la realidad aumentada sin tener que descargarte una app: LA TEXTURA DE LOS SUEÑOS.

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POKEPOEMA



POKEPOEMA

Corría el año dieciocho de Tenmon
cuando Francisco Javier llegó al Japón.
Los marineros de la nave portuguesa
apostaban a las cartas su cerveza
para disfrutar mejor los ratos de ocio
sin pensar que podría ser negocio.
Después de que en Japón desembarcaron,
los japoneses sus naipes adoptaron.
Los nobles llevaban jugando ahí mil años
despreocupados de deudas y de daños,
aunque a los pobres les era muy ingrato
pagar por tal placer nada barato.
Muchos tenían que guisar al gato
si se endeudaban bajo el shogunato.
Apostar se convirtió en algo ilegal
al cortar con el mundo occidental.
Para seguir jugando, los lugareños
de los naipes cambiaron los diseños.
Renovaron la tapa de la caja
y cada figurita de la baraja
e inventaron así la Unsun Naruta,
cuyos dibujos son de la gran fruta:
dragones, armaduras y guerreros
que podés contemplar días enteros,
adoptados, como la mandarina,
de la loca y genial cultura china.
Cuando este mazo fue tan popular
que el rollo no paraba de jugar,
como acostumbra con toda diversión,
el gobierno decretó su prohibición.
Y el Mekuri Karuta pegó que daba miedo
desde comienzos del periodo Edo
hasta que lo prohibió una nueva ley
emitida en la era de Kansei.
Por cada nuevo mazo que se prohibía,
el pueblo otra baraja producía
y por cada sanción que se promulgaba
otro tipo de naipes circulaba.
Así burlaron las leyes represoras
los miembros de las clases jugadoras
hasta que al fin el gobierno se cansó
y sus leyes contra el juego relajó,
lo cual dejó de par en par abiertas
a las cartas Hanafuda las puertas.
Pero estas cartas no vienen numeradas
y por eso al apostar son complicadas,
pues, aunque no te impiden toda apuesta,
timbear con ellas a lo grande cuesta,
y quizá fue por este inconveniente
que el Hanafuda no pegó en la gente.
Mas, por larga que sea, toda sequía
tiene que terminar siempre algún día
en que nadie lo espera, pero llueve,
y eso pasó en el siglo diecinueve
cuando un joven artesano en Kioto
puso el juego al alcance de cualquier roto
con algo nimio que sería tremendo:
abrió una tienda que llamó «Nintendo».
Y, desde mil novecientos ochenta y nueve,
ese antiguo boliche el mundo mueve.
Comenzó haciendo cartas Hanafuda
con la técnica antigua y concienzuda
de pintar cuidadosa y manualmente
cada naipe de un modo diferente.
Mas su expansión no la inspiró una musa
sino una mafia, llamada la «Yakuza»,
emperatriz del lucro clandestino
de las apuestas y de los casinos.
Así un encantador vicio folclórico
adquirió relevancia de hecho histórico,
y, como a su modo –trágico– Hirohito,
Fusajiro Yamauchi marcó un hito,
pues si un mundo acabó con el primero,
el imperio del segundo es el mundo 
                                             entero.
Aunque al clásico amante de las consolas
es mejor no romperle las pokebolas,
ya no existe frontera nacional
que limite la realidad virtual
y la pantalla también es ilimitada
al moverte en la realidad aumentada:
¡que el boliche esté en Kioto no calienta,
si tienes joystick desde los setenta
(y la distancia con Japón no es nada,
si siempre hay cerca una pokeparada)!
Todo esto comenzó, como aquí veis,
a mediados del siglo dieciséis,
y lo que otrora fue un juego de mesa,
nuestra era lo mutó en una mega-empresa.
No sabemos si eso está bien, o mal:
son las dinámicas del capital,
que envasa mandarinas como zumo
según los mecanismos del consumo
y que lleva en la manga bien guardado
el as de la demanda del mercado.
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DE LOS NAIPES ARTESANALES A LA REALIDAD AUMENTADA

El mismo año –1889– en que se inauguraba la Torre Eiffel, el primer número de The Wall Street Journal salía a las calles y nacía Adolf Hitler, y el mismo lunes –23 de septiembre– en que moría en Londres el autor de The Moonstone, Wilkie Collins, Fusajiro Yamauchi abría en Kioto un pequeño negocio que creció rápidamente vendiendo naipes artesanales a la Yakuza, mafia que controlaba las salas de juego y las apuestas. Lo llamó NINTENDO.  

Miembro de la Yakuza armado con katana y tatuado con irezumi, en algún lugar del siglo XX
La ambivalente moneda es buen símbolo del juego: si se la arroja, invoca al azar; si se la intercambia, al lucro. El juego atraviesa la historia entera de la cultura y tiene, en toda época y lugar, como la moneda, dos caras: parte de la vida real y realidad paralela; inocencia infantil y vicio adulto; diversión y negocio; paréntesis de alegría desinteresada y circuito de intereses, poder, dinero, industria y mafia.
Lo que veremos a continuación es el origen remoto e insospechado de un imperio hoy más vivo que nunca y que comienza con la historia de las cartas Hanafuda, que es la historia del juego contra la ley.



(Vamos! 😉 Haz click en ese enlace superior para jugar también esta partida histórica)

Juego artesanal de naipes Kabufuda, de Nintendo; las Kabufuda se usaban para el oicho kabu, juego por excelencia de los mafiosos
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DE LOS NAIPES ARTESANALES A LA REALIDAD AUMENTADA



El mismo año –1889– en que se inauguraba la Torre Eiffel, el primer número de The Wall Street Journal salía a las calles y nacía Adolf Hitler, y el mismo lunes –23 de septiembre– en que moría en Londres el autor de The Moonstone, Wilkie Collins, Fusajiro Yamauchi abría en Kioto un pequeño negocio que creció rápidamente vendiendo naipes artesanales a la Yakuza, mafia que controlaba las salas de juego y las apuestas. Lo llamó NINTENDO.  

Miembro de la Yakuza armado con katana y tatuado con irezumi, en algún lugar del siglo XX




La ambivalente moneda es buen símbolo del juego: si se la arroja, invoca al azar; si se la intercambia, al lucro. El juego atraviesa la historia entera de la cultura y tiene, en toda época y lugar, como la moneda, dos caras: parte de la vida real y realidad paralela; inocencia infantil y vicio adulto; diversión y negocio; paréntesis de alegría desinteresada y circuito de intereses, poder, dinero, industria y mafia.
Lo que veremos a continuación es el origen remoto e insospechado de un imperio hoy más vivo que nunca y que comienza con la historia de las cartas Hanafuda, que es la historia del juego contra la ley.



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Juego artesanal de naipes Kabufuda, de Nintendo; las Kabufuda se usaban para el oicho kabu, juego por excelencia de los mafiosos

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domingo, 20 de noviembre de 2016

NOVIEMBRE



Vereda del Trobadour, en Los Ángeles, en noviembre pasado (2015), llegando al concierto por el primer centenario de Joe Hill





















En la foto de arriba pueden ver la vereda del Trobadour, en Los Ángeles, el año pasado, poco antes del concierto por el primer centenario de Joe Hill. Hace un año de esa noche; hace un año que, esa noche de noviembre del 2015, Tom Morello, guitarrista de Rage Against the Machine, declaraba que sin Joe Hill no hubieran existido ni Woody Guthrie ni Bob Dylan ni Bruce Springsteen ni The Clash, ni Public Enemy ni Minor Threat ni System of a Down... ni Rage Against The Machine «Without Joe Hill, there's no Guthrie, no Dylan, no Springsteen, no Clash, no Public Enemy, no Minor Threat, no System of a Down... no Rage Against the Machine»). 


http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/el-primer-rolling-stone-1475631.html


















El espectro de Joe Hill recorre, subterráneo, la cultura actual: cruza la literatura del último siglo desde la primera elegía que le dedicó el poeta londinense Alfred Hayes, The man who never died, elegía que el gran Earl Robinson hizo canción; cruza el cine desde aquel filme, hoy de culto, The Ballad of Joe Hill (1971), de Bo Wilderberg; la música (le han cantado, y han cantado sus canciones, Paul Robeson, Woody Guthrie, Pete Seeger, Joan Báez –que le dedica un célebre cover en Woodstock en el 69–, Scott Walker, The Dubliners, Ziggy Marley …), las artes gráficas, el cómic… Su impronta asoma recurrentemente en ciertas zonas radicales del arte y el pensamiento contemporáneos.
Cliquea el título abajo y conoce la vida de los wobblies, parias entre los parias, la historia de la predicadora loca que lo parió en Suecia y la extraña y dura vida del gran nómada Joe Hill, a.K.a Joel Emmanuel Hägglund, a.K.a Joseph Hillström, «el primer Rolling Stone»:


Joe Hill Lo ataron a una silla y pusieron un corazón de papel en blanco sobre su pecho. No había manera que el pelotón...
Publicado por Fernando Llanos en Miércoles, 4 de mayo de 2016


Tom Morello, al centro: «Without Joe Hill, there's no Guthrie, no Dylan, no Springsteen, no Clash, no Public Enemy, no Minor Threat, no System of a Down... no Rage Against the Machine»















martes, 6 de septiembre de 2016

FLATLAND, ASTRIA, TLÖN

En 1880, el matemático Charles Hinton escribía: «Solemos pensar en el plano como algo con una parte superior y otra inferior, porque es el contacto con los cuerpos sólidos lo que nos lo revela. Pero una criatura que nunca hubiera salido del plano no podría imaginar esos dos lados. En un plano solo hay largo y ancho. No es posible saber que hay un arriba y un abajo del plano sin haber salido de él» («We think of a plane habitually as having an upper and a lower side, because it is only by the contact of solids that we realize a plane. But a creature which had been confined to a plane during its whole existence would have no idea of there being two sides of the plane he lived in. In a plane there is simply length and breadth. If a creature in it supposed to know of an up or down he must already has gone out of the plane»; de «What is the Fourth Dimension?», en: Charles Howard Hinton, Scientific Romances, Vol. 1, 3era ed., Londres, Swan Sonneschein & Co., 1897, pp. 6-7).
Años después, Hinton glosó una fantasía geométrica precedente, la novela Flatland, de Abbott, en su libro An Episode of Flatland: Or, How a Plane Folk Discovered the Third Dimension (Londres, Swan Sonnenschein, 1907), que se desarrolla en Astria. Pero fue aún más lejos por la senda que tomó. 
Hinton pensó una cuarta dimensión puramente espacial, lejos de los desarrollos posteriores del continuum espacio-temporal. Creyó posible acceder a ella. Investigó caminos matemáticos para llegar a ese hiperuniverso.
«En marzo de 1941», dice la «Posdata 1947» de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», de Jorge Luis Borges, «se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe». Por alguna razón, la carta que elucida el misterio de Tlön estaba, pues, entre las hojas de un libro de Charles Hinton perteneciente a Ashe, el ingeniero de ferrocarriles que deja el tomo XI de la First Encyclopaedia of Tlön.


TEOLOGÍA Y GEOMETRÍA


Nuestro mundo 3D es un sistema de coordenadas donde el eje X representa la longitud, el Y, la altura, y el Z la profundidad. Para imaginar un universo en 4D agregamos una cuarta dimensión representada por un hipotético eje W perpendicular a X, Y y Z. Si la «visión» interna topa con un muro infranqueable es porque no solo vemos, sino que pensamos en tres dimensiones. 
No podemos inferir por ello que no existan más dimensiones; la lógica solo nos autoriza a inferir que no podemos concebirlas ni verlas.
Según Eric Temple Bell, «nadie que esté fuera de un manicomio puede representarse un espacio de cuatro dimensiones». 
Si trazamos dos líneas de igual longitud y unimos sus extremos, es un cuadrado. Si dibujamos un segundo cuadrado y unimos sus cuatro vértices con los del primero, es un cubo. Si imaginamos dos cubos y conectamos mentalmente los ocho vértices del uno con los ocho del otro… sería un hipercubo. 
Podemos, al filo de lo pensable, pensarlo, no verlo; llegamos a su imagen teórica, no a su imagen visible; alcanzamos a postular su concepto, no su forma. (Y en este punto Eric Temple Bell sonríe, satisfecho.) 
Si uno de nosotros, los tridimensionales, intentara presentarse ante los habitantes del espacio bidimensional, los planos, solo verían el corte de su cuerpo intersectado por la superficie sin grosor de su mundo. 
En el óleo de 1954 Crucifixión (Corpus hypercubus), de Dalí, la cruz es reflejo –diría Pablo de Tarso−, simulacro −diría Platón−, proyección en nuestro universo tridimensional de algo que no puede existir entre sus límites, un objeto de cuatro dimensiones invisible para nuestra mente. (Y en este punto Eric Temple Bell se persigna, sobresaltado.)


lunes, 5 de septiembre de 2016

domingo, 24 de julio de 2016

LA BANALIDAD DE LO CONTINUO



El cuerpo: lugar de caída posible en lo continuo para Bataille; ni objeto ni sujeto (ni cosa ni conciencia frente a un mundo de cosas) para la fenomenología de Merleau-Ponty; objeto de control para la biopolítica, constante en los trabajos que retoman el legado foucaultiano… El cuerpo como polémico tema del pensar filosófico actual es lo que trae a debate en este artículo el filósofo y sociólogo José Duarte Penayo en exclusiva desde París para los lectores del Suplemento Cultural. 






La banalidad de lo continuo

LA SEPARACIÓN COMO PUNTO DE PARTIDA
En el comienzo: la evidencia de nuestra situación discontinua. Nacemos y morimos solos. En el medio, una vida donde el malentendido y el desencuentro ordenan como pueden la existencia. Si en el plano del pensamiento el argumento solipsista puede ser superado (el yo puede dejar de ser la sede única de la certeza, podemos encontrarnos en verdades que nos trascienden, abrazarnos en la fraternidad de lo universal), en el plano de la existencia habría, por el contrario, un «solipsismo vivido» insuperable, un sentir diferente, una apreciación otra de lo mismo, en última instancia intransferible, de lo que acontece. Cualquier imagen alternativa a estas puntualizaciones no podría ser sino nostalgia de algún paraíso perdido, deseo de alguna unidad primitiva, amor por lo indistinto. En este sentido, dice Georges Bataille, en su libro El erotismo, «cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un ser y otro ser hay un abismo, hay una discontinuidad».
Estamos separados no solo de los demás, sino desprendidos de cualquier terreno de pertenencia, de algún suelo común capaz de contenernos. Entre lo que sostiene mi existencia y lo que sostiene otra distinta a la mía hay un abismo, un desnivel vertiginoso. Y, sin embargo, persiste un deseo de trascender la discontinuidad, una aspiración de lo continuo. Para Bataille y muchos otros pensadores con grandes «parecidos de familia», será la situación límite de la transgresión la única vía de acceso a ese resto de «absoluto» que persigue el deseo. La continuidad que liga, el hilo conductor que sostiene, en suma la noción de un lazo fundamental, requeriría el paso de un estado «normal» a uno de «excepción». La comunicación del cuerpo consigo mismo, con otros cuerpos y, fundamentalmente, con esa Tierra que no se mueve (Husserl dixit) solo sería posible en el instante de una interrupción, en la intensidad que nos devuelve lo siempre ya perdido. Para el autor de El erotismo, en la sexualidad se juega una experiencia de este tipo, pero también en el arte o en el sacrificio. En el primer caso aludido, el individuo rompe su blindaje egológico, sus flujos abandonan los límites imaginarios del cuerpo, conectan con la porosidad de otros cuerpos en una comunión salvaje. La continuidad perdida irrumpe como instante de goce que anticipa la muerte.
LA COTIDIANEIDAD ALUCINADA
Otra es la perspectiva de Merleau-Ponty, pensador bisagra entre los restos del existencialismo francés y el advenimiento de la pasión por las estructuras. Se recuerda generalmente en su haber una «filosofía del cuerpo» que buscó relativizar los derechos de la conciencia reflexiva, esa instancia de «sobrevuelo», como le gustaba señalar críticamente. Si bien esta apreciación puede ser correcta respecto de sus primeros trabajos (especialmente en lo que refiere a su obra más conocida, Fenomenología de la percepción), su noción de cuerpo va adquiriendo posteriormente un alcance ontológico. El cuerpo ya no es pensado como el verdadero sujeto de una existencia proyectada en el mundo, sino más bien como un lugar de anonimato, de generalidad íntima, articulada. Luego de su giro ontológico, Merleau-Ponty va más allá del dualismo inicial entre cuerpo objetivo/cuerpo vivido. Ya no se trata solo de criticar la imagen mecanicista del cuerpo, grata al behaviorismo, de contraponer a la misma una descripción existencial, haciendo énfasis en las relaciones prácticas que mantiene el cuerpo con un mundo cultural y humano. En las notas de trabajo de su obra inacabada, Lo visible y lo invisible, el autor reconoce como ingenuo el gesto de atribuir al cuerpo todo lo que la ontología cartesiana atribuía al cogito. Es necesario entonces romper con el subjetivismo inicial. El cuerpo deja, por lo tanto, de ser una noción que alude a un organismo puramente individual y pasa a designar una sensibilidad difusa. Se dice ya no solamente del organismo, sino del ser. Su posibilidad presupone un elemento que opera como puente imperceptible entre los entes, como lazo atmosférico, como posibilidad de juntura.
En relación a esto último, Merleau-Ponty habla en varios lugares de una «universalidad del sentir» para pensar la preeminencia no de lo discontinuo, como Bataille, sino de un terreno de inscripción, de pertenencia, inmensamente abierto y participable. Horizonte, Carne, Tierra, Mundo-percibido, Ser son algunos de los nombres de ese elemento que debe ser presupuesto para que algo se revele en su ocultamiento, para que algo se oculte en su aparecer. En este contexto, el cuerpo individual es pensado no como aquello que separa, particulariza y decreta un aislamiento entre quienes habitan el mundo, sino, por el contrario, como un «sistema de equivalencias no-convencional», capaz de operar una permanente traducción entre los elementos sensibles del mundo respecto del propio. Por definición, los sentidos tienen una estructura sinestésica, comunican entre sí sin pasar por ninguna mediación reflexiva: la percepción visual de una fruta contiene en ella el sabor ácido de su pulpa.
Para experimentar la continuidad, no es preciso entonces ninguna experiencia límite, ninguna excepcionalidad que una, fugazmente, lo separado. No hay una diferencia de principio entre la normalidad y la excepción. Entre la «experiencia normal» y la «experiencia límite» no hay un corte, hay un continuum de intensidades variables que se envuelven, que se afectan a distancia. No hay dos conceptos de experiencia, uno reservado a lo instituido y otro a lo instituyente, sino una dehiscencia del uno en el otro. Si esto puede ser llamado «monismo de la experiencia», es necesario aclarar que la experiencia no remite, para el pensador francés, a lo indiferenciado sino a la articulación de un campo provisto de múltiples entradas.
Así, es el mundo de la vida, el mundo ambiente de la cotidianeidad práctica y sus preocupaciones corrientes, el que tiene una estructura «alucinada» por la cual lo otro nunca es del todo «ajeno» a lo mismo (entre ipseidad y alteridad no hay relación de trascendencia, sino de implicación, de invasión, de asedio, de promiscuidad). La continuidad, más que emblema de un goce imposible, es del orden de una banalidad que interroga nuestro ser más (im)propio. La intimidad es tierra de nadie. He ahí el «inmoralismo» de Merleau-Ponty, criticado tempranamente por Levinas, en su ensayo Hors sujet, por no dar lugar a una filosofía del Otro como absolutamente otro.
DIGRESIÓN FINAL SOBRE EL CUERPO
El cuerpo fraccionado de la biopolítica, construido por discursos, prácticas, tecnologías varias. Blanco de todo tipo de control respecto de su visibilidad, de sus condiciones de circulación y existencia. Esa forma de describir al cuerpo, omnipresente en los trabajos que retoman el legado foucaultiano, ¿no da cuenta de una complicidad oculta con las coordenadas fundamentales de la ontología cartesiana? En oposición a la conciencia como sede de la libertad y del sentido, la tematización del cuerpo como material inexpresivo del poder, ¿no termina ratificando una caracterización del cuerpo como res extensa, disponible, divisible, carente de toda potencialidad propia? Los planteos que hacen del cuerpo un mero efecto del poder, un «constructo» arbitrario, ajeno a sus propias posibilidades, ¿asumen estar tomando como punto de partida una imagen una idealizada del cuerpo, comprometida enteramente con las posiciones substancialistas que buscan criticar? ¿Es el biopoder el relevo metafísico de la vieja noción de alma?
No se trata de negar la pertinencia de una perspectiva que otorga centralidad a los mecanismos discursivos de subjetivación; tampoco se trata de pasar por alto la relación existente entre cuerpo y poder. Se busca, en realidad, cuestionar el carácter primario de los mismos. De la misma manera en que la ciencia experimental no agota el sentido de la experiencia, sino que ofrece una imagen derivada de la misma, acotada a determinados objetivos, exigiendo además un contexto particular, superespecífico, para el desarrollo de sus procedimientos (el laboratorio no explica el mundo-de-la-vida, sino que lo presupone como su condición de posibilidad), del mismo modo toda «configuración» del cuerpo por parte de los mecanismos del poder, todo emplazamiento discursivo del mismo, presupone como condición de su operaciones un terreno de inscripción sensible, un suelo diferenciado de pertenencia. Para Merleau-Ponty, hacia el final de su vida, hay una preeminencia tal de lo ontológico, que no hay política, en todos sus acepciones posibles, sin un Mundo correctamente caracterizado.
En el mismo sentido, la función simbólica del lenguaje, no comienza con determinados enunciados formales, no se inicia con un léxico ni una sintaxis explícitos. Por el contrario, se busca hacer lugar a un estatuto más fundamental de la palabra (parole parlante). Que es pensada siempre como un relevo, una continuación (reprise), puesto que se precede a sí misma en la profundidad de lo sensible, en el silencio articulado que liga a los entes del mundo. El pasaje de la relación silenciosa con el mundo hacia la dimensión que habilita la palabra no es jamás el resultado de una simple proyección psicológica, no es pensable como la simple exteriorización de nuestra interioridad. Si tal fuera el caso, el mundo no sería un catálogo de etiquetas conferidas por el capricho injustificado de un sujeto absoluto. Es a la posibilidad de un tal nominalismo, reductor del sentido al instante de una concesión, olvidando su dimensión temporal de comienzo y reanudación de lo sedimentado, que se opone el pensamiento inacabado de Merleau-Ponty.




POETA DEL FRACASO


¿Todavía no conoces a Adrian Tomine? Te estás perdiendo la vida. Su última obra, Intrusos (2016), es una revelación de la cual el filólogo y teórico del cómic Rubén Varillas nos trae la primicia desde España en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural. 

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Se escucha y se lee mucho últimamente que Intrusos (Killing and Dying, en inglés) es el trabajo más maduro de Adrian Tomine. Analicemos qué hay de cierto en ello, y que hay de nuevo en esta, su última colección de relatos breves.
Tomine pasa por ser uno de los grandes autores contemporáneos de la narración comicográfica. Las revistas y publicaciones más prestigiosas del mundo se pelean por sus dibujos e ilustraciones y prácticamente todos sus cómics se reciben con elogios unánimes de crítica y público. Lo curioso es que la cosa es así desde que el canadiense tenía 16 años y comenzó a autoeditarse su fanzine Optic Nerve en los 90 y a vender sus entregas por correspondencia antes de que Drawn & Quarterly (nada menos) se fijaran en él. Un talento precoz, un narrador superdotado.
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Pero, ¿qué queda en Intrusos de aquel joven creador cuyas historias cortas todo el mundo comparaba con las de Raymond Carver? Sobre todo, precisamente, su gusto por la brevedad, por la condensación de la historia. Uno de los rasgos que más nos gustaban del Tomine de los Optic Nerve, perfeccionado en Sonámbulo y otras historias o Rubia de verano (dos de las recopilaciones de sus historias cortas publicadas en España), era esa capacidad de capturar el instante representativo: ese ojo clínico y quirúrgico que condensaba la vida o la psicología de un personaje en solo unos minutos, días o meses de su existencia. Sus historias parecían en el fondo fragmentos de narración, relatos in media res, que carecían de un principio o un final. Todavía hay mucho de ello en Intrusos, aunque la temporalidad de las historias de Tomine se haya vuelto, en general, más compleja y menos lineal: el relato que da nombre a la edición española, por ejemplo, apenas abarca unos días en la vida de su protagonista, un hombre de quien ni siquiera sabemos el nombre y que parece vivir una de esas etapas vitales de crisis y comportamientos erráticos que invitan más al olvido que a la creación de una historia a su alrededor. De otra situación de crisis personal arranca «Vamos, Búhos», de cronología igualmente breve (unas semanas, de nuevo), construida por pequeños saltos temporales irregulares. Es la historia del encuentro de dos personajes de edades diferentes que no tienen en común más que el estar perdidos y el carecer de una perspectiva futura de redención. Historias breves e instantes escogidos para la reconstrucción de vidas complejas: el Tomine de siempre, si cabe aún más hábil, imaginativo y complejo en la construcción de sus tramas (lo demuestra, por ejemplo, su fabuloso uso de la elipsis en «Triunfo y tragedia»).






De sus orígenes, el autor conserva también su enorme capacidad como dibujante realista, que no ha hecho sino mejorar con el tiempo (como ya dejó claro su excelente primera novela gráfica Shortcomings). Ha desaparecido cierta uniformidad que imprimía a las fisonomías femeninas y a sus personajes más jóvenes, en general. Tomine se ha consolidado como un dibujante sobresaliente: un autor con una línea clara y limpia que consigue capturar la realidad con un nivel de detalle y una apariencia de facilidad que no debe engañarnos respecto a su capacidad gráfica. Además, el Tomine de Intrusos es un dibujante mucho más ecléctico: juega constantemente con diferentes registros estilísticos y experimenta con recursos audaces en los usos cromáticos, como la alternancia entre el color y el blanco y negro en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”»; el falso empleo del bitono en «Vamos, Búhos»; el finísimo trazo gris vectorial en «Triunfo y tragedia», en vez de su habitual línea firme; o el gris monocromo en «Intrusos». En cada historia del libro, recurre a un estilo y una técnica de dibujo diferente, demostrando que es un creador en constante búsqueda. Así, mientras su estilo en «Amber Sweet» se parece mucho al de la línea clara y los colores planos que le hicieron célebre, el trazo suelto y modulado de «Intrusos», junto al empleo de la mancha y el sombreado expresionista, nos recuerda mucho más a autores como David Mazzucchelli o, si nos retrotraemos más en el tiempo, a los juegos de iluminación de un maestro como Milton Canniff.
Y es ahí donde tenemos que buscar la madurez del nuevo Adrian Tomine: en su conciencia generacional o, mejor aún, en su aceptación de pertenencia a un grupo privilegiado de autores que desde los 90 están provocando uno de los cambios culturales más excepcionales que ha vivido un discurso artístico en las últimas décadas: la madurez del cómic, que ha sucedido a la consolidación de la novela gráfica como formato. Tomine se sabe uno de los elegidos y, con sus pares, comparte el momento y avanza en una experimentación formal y conceptual intrínsecamente unida, en realidad, a la recuperación del pasado.
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Quizás no haya mejor manera de entender Intrusos que por la lista de agradecimientos que el autor publica en las páginas finales. Entre sus nombres, adivinamos a algunos de los nuevos narradores de la literatura estadounidense, como Zadie Smith; encontramos a Chris Oliveros, el mago-visionario que en 1990 fundó Drawn & Quarterly, la casa editorial que tanto ha hecho por la consolidación del cómic moderno; aparece también otra visionaria, Françoise Mouly, que con su marido Art Spiegelman decidió a inicios de los 80 que el cómic podía ser un vehículo de alta cultura, un medio de creación adulta, y fundó la revista Raw.
Pero, sobre todo, en esa lista aparecen nombres como Chris Ware, Daniel Clowes o Seth..., los coetáneos de Adrian Tomine, los miembros de su «hermandad» artística: los que, como él, estaban a llamados a cambiar el futuro del cómic cuando empezaron a participar en proyectos como Raw o cuando en el arranque de los 90 comenzaron a publicar y autoeditar revistas y fanzines cuyos nombres están cargados hoy de misticismo fundacional: Eightball, ACME Novelty Library, Palookaville u... Optic Nerve.






Todos ellos se propusieron revitalizar el cómic, ampliar sus fronteras, desde una mirada constructiva al pasado, no solo del cómic, sino también de la ilustración o la tipografía. Construir un nuevo edificio a partir de la obra de genios como Winsor McCay, George Herriman, Frank King o Will Eisner, a los que las historias del arte y de la narración nunca habían puesto en el pedestal que se merecían. Sin ir más lejos, encontramos la influencia de Frank King en «Una breve historia del arte conocido como “hortiescultura”», con su alternancia entre episodios a media página en blanco y negro y otros a página completa en color, claro recuerdo de la transición de las antiguas tiras periodísticas diarias (dailies) a las grandes planchas dominicales a color (sundays). Habíamos visto ejercicios parecidos en la obra de Daniel Clowes (Ice Haven) o Seth (George Sprott). Igualmente, es imposible leer el relato «Traducido del japonés» y no recordar la obra de Chris Ware (y, de rebote, la de Winsor McCay), con esas preciosas postales de espacios apenas habitados, tan frías, detallistas y perfeccionistas que crean una geografía narrativa casi fotográfica (apoyada además por la visión subjetiva que construye el relato).
Es cierto, Intrusos es seguramente el trabajo más maduro y complejo de Tomine hasta la fecha, pero, sobre todo, es un ladrillo más de los muchos que él y sus «amigos» están colocando en la creación del edificio del cómic: el mismo espacio que habrá de cobijar el futuro del medio.