martes, 21 de abril de 2009

EL DIVAGUE DEL ROCKERO MELANCÓLICO

Con los perros tenemos una banda, “Billiboy y sus drugos”. Yo soy el vocalista. Marco cada consonante y sílaba como si comunicara algo grave, urgente, de vida o muerte, que hay que entender ya mismo, aunque las letras no justifican esto. Es más, dudo que se entiendan, y a veces hasta que tengan sentido. El bajo y el guitarrista caen en trance como hacen en Oriente los derviches, unos tipos que profesan una religión extraña, es decir que Lalo y Juanjo, el bajista y el guitarrista, saltan un montón de veces, giran y dan unos aullidos que no se pueden ni ensayar ni repetir. Alfonso, el baterista, es el tipo más fuerte que he visto en toda mi vida. En los platos descarga su furia de mamut sin matar a nadie ni irse preso y su fuerza amorfa adquiere como una especie de forma. Mejor eso y no que rompa todo o mate a un atorrante y haya que visitarlo en Tacumbú y pasarle un cinco mil para su caña. Si Juanjo y Lalo quedan tirados por el piso de kaúre, se echa a cada uno en un hombro y los pone en algún rincón seguro para que tumben más dignos, con cierta privacidad. Creo que eso manifiesta sentimientos delicados. Y fuerza, obvio. A eso iba. Serán flacos como lagartijas, pero alzar a dos ñatos como si nada, yo no podría, y no soy trolo ni débil y estoy hecho a trabajos duros y broncas densas. Es que Alfonso es otra cosa. Sus noches parecen películas yanquis sobre desastres naturales. El día que se piche dejará más damnificados que un huracán o un tsunami. Por mi parte, prefiero tenerlo como amigo.
Él y yo somos los viejos de la banda, aunque sin ser viejos-viejos. Los verdaderos viejos no tienen cabida en nuestro mundo. O estás de paso y te salís a tiempo, o perdés joven. Joven para perder, al menos. A nuestro mundo se llega temprano y nunca sos demasiado pendejo. Si no te toman en serio, no te hagas ilusiones: es por otros motivos, no por ése. Pero Alfonso y yo pasamos hace un buen rato los treinta, Juanjo y Lalo no llegan a los veinte y eso hace una importante diferencia.
Esa importante diferencia es: Juanjo y Lalo creen que podríamos tener éxito, un harén de grupis por cabeza, el mundo a nuestros pies, toda esa mierda, y nosotros ni en pedo. Nos da una mezcla de risa con ganas de vomitar que se lo crean. Sólo que no se lo decimos. Porque antes de los veinte tenés que creer en alguna clase de estupideces, mientras llegas a estar lo bastante templado como poder aceptar que (a) el mundo no es para tipos como vos, que (b) el mundo es para otros y que (c) no lo vas a arreglar con rock ni (d) a trompadas porque esos otros (e) no pelean de frente sino detrás del dinero, la moral, los diputados, la policía, las leyes, la ética y mucha mierda más por el estilo, así que (f) tocamos como el perro persigue su cola, o sea, con gran pasión: pasión por algo imposible. Todo perro sabe que no atrapará su cola (nunca ha existido un perro tan imbécil que lo crea en serio). Justo porque es imposible se agita, corre y se empeña. En suma, que (g) lo hacemos sólo porque no podríamos no hacerlo y que (h) no nos “roba” horas “útiles” ni “hipotecamos” así ningún futuro porque (i) no tenemos un futuro ni tampoco (puag) “horas útiles” porque en el fondo, y por eso solemos acabar mal, (j) aunque pudiéramos, no aceptaríamos tener porquerías como esas.
Alfonso y yo sabemos esto y sabemos que lo sabemos. Lalo y Juanjo medio que ya lo sospechan o en parte por ahí lo saben pero aún no están listos para saber que lo saben. Alfonso y yo tenemos ya menos ilusiones y más calle. Esa es la importante diferencia. Cuestión de tiempo, nomás.
Arriba, en el escenario, Lalo y Juanjo caen en trance de salvajes y los ojos del baterista, ciegos, están alucinando cosas como vidrios, ruido, incendios. Los cuatro ahí estamos locos pero no soltamos el control. Si yo veo que estoy ya por perderlo, me apodero de esa cosa que es puro odio. Sé que podría romper, si me dejara llevar, los huesos del lenguaje, y matar las palabras que me enseñaron a decir los otros, bramando un grito idiota y sin sentido como lo es el mundo, pero no lo hago sino que al borde mismo, al filo de lo sin palabras, precisamente, alzo palabras más claras con voz más firme y congelo en sílabas exactas como operaciones matemáticas y deletreo con más precisión lo que debo decir.
Entonces digo: ustedes. Digo pena. Digo hola. Digo yaguá. Digo: No. Digo mierda. Digo nosotros. Digo pan. Digo Yasy. Digo yaguá pirú. Digo ma femme. Digo mitá cuñaí. Digo joint. Digo plaza. Digo eskina. Digo che eskina kué. Digo ñande eskina kué. Digo che vida kué. Digo ñande vida kué. Digo adiós. Digo mujer. Digo mi mujer. Y sigo. Digo adiós mi mujer so long my girl Digo baby ya opá Y ahí ya estoy cantando mis palabras y digo it’s all over ma femme y digo nevermore y digo el sueño el despertar la muerte y a esa altura ya estoy girando y bailando lo que digo y abajo los demás ya también giran saltan y yo sigo diciendo cosas elementales básicas compactas
Digo muerte digo adiós the promise land adiós the golden days adiós my girl digo so long Digo tajy digo ará digo pájaro digo ríos arroyos San Lamuerte digo che roga ñande roga kué digo hey girl digo en qué eskina de la noche ahora digo en qué lecho dormirás right now digo hola kamaradas salud digo brindemos kamaradas porque todos nos vamos a morir digo salud brindemos kamaradas felicidades digo kamaradas bebamos Digo salud Digo felicidades kamaradas brindemos porque todos nos vamos a morir Para todos muchas felicidades
Digo lo que quiero decir antes de que el amanecer lo borre todo porque arriba en el escenario los cuatro creemos que tiene sentido y que es muy importante decirlo, y ya, rápido, ahora mismo, y giramos bárbara y bellamente en baile doliente, loco, dichoso, desesperado.
La empleada un día se llevó de casa el televisor nuevo. Ella no tenía ninguno y, aunque yo no lo había pensado, obviamente le sería lento y penoso tenerlo. En cambio, era tan fácil tomar ese e irse… No volvió, claro. La habrían hecho pagar su botín trabajando por menos plata un tiempo infinito, pues ya por mil horas ganaba una miseria. Lo peor es que mis viejos eran lo que se llamaría “intelectuales de izquierda”, así que se tenían que justificar todo el tiempo ante sí mismos por su bienestar poniéndose moralmente por encima de los otros, y ella habría escuchado tan inhumanos argumentos morales que en su cerebro no quedaría un milímetro libre de la idea de que era una cucaracha. No sabía ni leer y estaría inerme ante el discurso del matrimonio justiciero. No volvió, y en su ausencia la juzgaron con un ensañamiento que desconcertó al adolescente algo bruto que yo era. Hablaron de “ingratitud”. Eso fue lo que me sonó más inquietante, por jeroglífico. Viendo a mi familia unida por el odio, o, como ellos creían, por la solidaridad ante la traición, de pronto me pareció torcida, ajena, y me sentí un intruso disfrazado, un espía, un extraño. Tosí. Tragué saliva. “Papá”, dije, “¿no es más lógico? En casa dos teles y ninguna en la suya... ¿No es mejor que haya una en cada casa?” Mi viejo me miró mal, con dureza: “Nada justifica el robo”, soltó. Pensé: “Pero, ¿quién es el ladrón?”, y ya nunca me sentí en mi casa, ni en esa, que lo fue, ni en ninguna otra casa.
Seguro que este caso es una boludez, sólo que, ¿y si la vida es tan tonta que la deciden pavadas como ésta, u otras tan estúpidas que uno ni las recuerda?
En fin, tenemos una banda que mete mucho ruido en los conciertos y nos gusta tocar muy fuerte, en serio. Juanjo y Lalo no están bastante hechos y derechos aún para enfrentar que el mundo no es para tipos como ellos, como yo o como Alfonso, pero aquí se aprende rápido, y ya sospechan. Cuando no les quepan dudas de esto, su entusiasmo se apagará un tiempo. Lo mantendrán por fuera mientras por dentro deciden. Esta decisión se toma a espaldas de uno mismo. Las cosas importantes son las que uno decide sin saberlo.
En ese tiempo decidirán que ésta fue su etapa adolescente y ya toca estudiar, ponerse serios, ser como sus viejos, con ñorsas como sus viejas y todo eso, y les irá muy bien. O podría no suceder así.
Podrían pensar que éste no fue el weekend de su adolescencia ni una etapa poco seria. Podrían creer que no es ninguna etapa, que la vida seria no es seria, que la vida normal es anormal y apesta. Y si eso sucediera, entonces, como Alfonso y yo, sin darse cuenta, tardarán mucho en salir. Tanto, que un día entenderán que, sin saberlo, a espaldas de sí mismos, hace tiempo ya que decidieron no irse. Y es así como uno se queda.
No es malo. De salir, la vida habría sido más linda y cómoda. Más decorativa. De juguete. Pero, si te quedas, te irás volviendo más real, más parecido a nadie, más en bolas, más tu cruda contextura linda o fea, más como si cavaras en tu propio hueco y te hicieras más cierto, más pastilla amarga sin baño de caramelo, más sin perfume, forro ni vaselina, más de verdad.
No parece gran cosa, de acuerdo. Pero míralo así: este mundo es tan trucho, que aquí el fracaso es lo único que no puede dar vergüenza.

MONTSERRAT ÁLVAREZ

Asunción, martes 14 de abril de 2009.

sábado, 4 de abril de 2009

LOST IN THE SUPERMARKET –DIVAGUE ROCKER

Montserrat ÁlvarezCasi nunca puedo dejar la impermeabilidad de la Primera Persona del Singular, que soy Yo, haciendo algo al unísono con otros. Me es confuso, “entreverado”, peligroso y angustiante. De ahí la paradoja de que no puedo bailar en los sitios hechos para bailar porque allí siempre hay gente bailando. Si quiero sentir la música con la descarga física que exige el rock, por mucha electricidad y adrenalina que me hiervan en la sangre, sumarme a otros en indistinta pluralidad danzante y “borrarme” es amenaza que desvía o bloquea todo movimiento que inicie no pudiendo así unificar el cuerpo para integrarlo a un ritmo. Esto me priva de la inmersión profunda en la experiencia propia de la belleza del rock. En el rock la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica es absurda: involucra por igual oído y músculo, mente y nervios, la subjetividad que piensa y siente y la vibrante epidermis que arrebata en goce físico. El rock, siendo arte, no admite la actitud contemplativa ni la superación del ciego desear y las locas pasiones y apetitos de la atormentada Voluntad que hizo a Schopenhauer ver tan elevado el estadio estético que puso al artista debajo sólo del santo.
La santidad no es afín a toda belleza y arte. No al rock, poderosa Voluntad que habla al deseo. Vida químicamente pura y en tan alta dosis que roza la sobredosis -cuanto más fuerte es la luz de Eros, más oscura es su sombra, Tánatos, y más intensa es la vida si merodea la muerte.
Me es imposible bailar en sitios hechos para eso. Pero es igual de imposible escuchar rock sin moverse: la experiencia real de la belleza del rock no es contemplativa, aunque nuestra tradición asocie la contemplación y el arte.
Ayer el súper tenía un soundtrack increíble: sonaron “My Sharonna” y luego entraron Blur y Pink Floyd. No fumé nada raro y la prueba de que no aluciné es que tuve que irme al empezar “músicas” asquerosas y no compré nada porque se me olvidó, lo que demuestra que era el feo mundo real. No podía impedirme bailar la presencia de gente bailando, ya que no es un lugar hecho para que uno baile y por lo tanto la gente no bailaba sino que pesaba nabos o batatas, elegía papas, llenaba carritos y otras estupideces. “My Sharonna” se me trepó como 3 litros de vodka y 10 líneas de 3 cuadras de largo cada una y me arrastró al loco placer de bailar en un desatado goce tan delicioso que los intentos de interrumpirme de los entrometidos acosadores sexuales de rigor y la pomposa indignación de las inevitables amas de casa que siempre estorban por andar comprando sus idioteces eran muy poco a cambio de tal placer. Después entró ese “Boys who want girls who want boys to be girls who want boys…” que no se puede escuchar quieto y luego unos temazos que tampoco, sonando largo rato con mucho speed, pese a lo cual la gente elegía sus batatas con tanta indiferencia como si estuviera oyendo decir misa.
Soy una persona impúdica. No por exhibicionista o coqueta. Y no es que no pueda mostrar coquetería y esas cosas: puedo, pero en algún caso aislado, no como actitud general –no soy, digamos, lo bastante abierta para ello. Mi impudor tiene otra causa: una profunda indiferencia y un suncero y profundo desprecio por la gente y lo que pueda ver, pensar u opinar de mí. Mi indiferencia es tal que, si estoy desnuda en mi depa y he de pasar ante el balcón, no me tomo la molestia de cubrirme: la posibilidad de que alguien me vea y se incomode a lo sumo me da risa. Así que si en el súper me pillaban bailando, honestamente a mí qué. Pero exponerse a necios abordajes es molesto, así que haberme dado el lujo de bailar a pesar de eso muestra A) el poder de la música, B) que la experiencia estética altera mente y cuerpo y C) que la intensidad de la belleza no la alcanza plenamente la mera contemplación.
No he dado, o no aún (me frustraría morirme sin hacerlo), el salto que dio hace poco Juliette Lewis, que, con una trayectoria de longitud similar, como actriz, a la mía como escritora (pero, claro, con una abismal distancia de fama, $$$$ y eso), ha decidido dedicarse al rock. Mas, fuera de ciertos obvios aspectos mercantiles, creo que la poesía actual podría aprender del rock cosas importantes. Dije: en el rock “la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica sería absurda”. Añado: ante un poema viviente y poderoso también. No sólo la del rock: toda belleza involucra músculo y mente, alma y piel. Pero por la actitud “contemplativa” propia de artes “más serias”, el rock se vuelve modelo de experiencia estética en una cultura en la que un poeta puede rebajarse hasta ser esa cosa miserable, necia, aburrida, profundamente triste que se llama “ciudadano decente”.
Como si la experiencia estética profunda y radical fuese compatible con un mundo enemigo del brillo y del caos. Como si el exceso de pasión, de inteligencia y todo exceso no fuera repudiado por poder desordenar un orden de rutina, decoro, disciplina, trabajo y muerte del espíritu. Como si uno pudiese bailar en el súper sin que las señoras del barrio le “castiguen” (y no saben cuánto se agradece) con el ostracismo. Como si elegir la intensidad como centro de la vida no implicase ser visto como enfermo mental. Como si la belleza pudiera ser para un poeta cosa de ratos de ocio, feriados, horas libres, vacaciones o fines de semana, cual si “lo importante” fuera otra cosa. Como si en tierra de ciegos el tuerto fuera rey en vez de estar en la cárcel o en el manicomio. Como si el talento pudiera salir gratis, sin perder a cambio algo (algo horrible: una vida normal). Como si uno pudiera ser poeta sólo mientras escribe sus poemas. Como si la literatura no fuese, además, mucho más que eso.
El rock fue siempre música pero siempre fue a la vez más cosas. James Dean o Marlon Brando encarnaron el cinematográfico sobrino del “poeta maldito” del siglo XIX cuando, en la primera mitad del siglo XX, empezaba a sonar el rock: el “rebelde sin causa”. Elvis Presley fue un rebelde pero tenía una causa. No cualquier causa. Una realmente importante. Que Chuck Berry lo mereciera más, igual o menos, o Little Richard, o quien fuere, no cambia lo que era Elvis Aaron Presley: vida químicamente pura, sobredosis de Eros, crudo y furioso sexo hecho de poesía. Su estética insólita de abruptos ritmos pélvicos bajo lánguida mirada de oscuro, ojeroso vicio, su contagiosa electricidad quebrada, su inteligente, procaz provocación y turbio encanto, el elegante descaro de su exquisita, sucia, sensual sonrisa obscena: esto y más que esto osó ser Elvis Presley. Un artista no puede ser menos. Apolo, modelo del poeta, no sólo crea belleza, sino que además es bello: la poesía no se limita al papel, ni el rock tampoco.
Poetas: un poema se lee tan fuerte como se toca el rock. Escribir no basta. En poesía, en rock, en todo desafío, además de decir algo, hay que saber sostenerlo. No basta escribir ni basta un buen tema: hay que estar a su altura para interpretarlo. Esto se exige en el rock pero casi no se da entre los poetas. Casi todos los poetas interpretan como el orto.
Poeta: si tu poema está vivo, que el público se pare en el asiento y salga a la intemperie, que encienda los cigarrillos y destape las botellas, que grite cuando los versos lo golpeen y lo enciendan, que rompa los auditorios de los centros culturales, y que un gran poema se celebre con furia, como se celebra el rock.
El verdadero arte nunca se portó bien. Los grandes nombres fotocopiados en facultades de literatura no eran buenos ciudadanos. El talento nunca cultivó buenas costumbres. El arte y la poesía son fuerza, fiesta, exceso, risa, orgía y Eros, como el rock. La belleza no se está sentada. La belleza jamás será aburrida. Las corbatas jamás tendrán belleza. Jamás habrá belleza en la tarjeta marcada en la oficina. Elvis Presley tenía una causa: el rock, que era música y a la vez más que eso: que era elegante amenaza y gran estilo, intensidad, profundidad y altura, placer y desafío, libertad y delirio, juventud, sexo y furia, cuerpo y rebelión, vida y locura.